Estamos en un mes muy importante para la ciudadanía argentina. El domingo 23, en casi toda la Nación, se realizarán las elecciones legislativas. No es un acontecimiento menor, ya que elegiremos a quienes nos representan en el Congreso para la redacción y la sanción de las leyes. En otras palabras, los elegidos serán quienes darán el marco normativo a la convivencia de la sociedad.

Por esto sorprende la apatía cívica que hay entre los ciudadanos. Lejos quedaron los finales de los ochenta, cuando se debatían propuestas en las tribunas partidarias y, mate de por medio, en la reunión de los amigos. No era para menos: el pueblo había recuperado el poder y quería ejercerlo a través de las urnas.

Dos décadas después, el escenario es muy distinto. Ya casi ningún candidato hace propuestas. Se limitan a encarrilarse detrás del líder nacional o a defenestrar al líder de la oposición. La indiferencia, producto de la desilusión, ha ganado al pueblo argentino. Con la preocupación extra que nos dan los estudios sociológicos del momento: la franja de ciudadanos que tienen entre 18 a 25 años mira desde la vereda de enfrente todo el proceso democrático. Y esto es muy grave.

Seguramente pensaremos en culpables: presidente o ex-presidentes… gobernador o ex-gobernadores… intendente o ex-intendentes. No todos coincidirán en el nombre del responsable. Pero todos acordarán en que tienen el nombre del partido opositor. Es por la eterna costumbre que tenemos los argentinos de buscar un chivo expiatorio que nos libere de nuestras culpas como pueblo.

La elecciones que se vienen deben ganarnos el corazón. En primer lugar porque votar es un derecho que debemos ejercer con conciencia y responsabilidad. En el sistema democrático, yo puedo libremente elegir a quién quiero que dirija los destinos de mi patria, ya sea en lo ejecutivo como en lo concerniente al orden legislativo. Las tiranías comienzan con la indiferencia de un pueblo que deja en manos de unos pocos toda iniciativa de gobierno.

Junto a esto, el voto es un deber. Un deber cívico y un deber moral. No tengo derecho a quedarme indiferente el día de las elecciones y luego protestar, en voz baja, por lo que hacen los políticos. Procurar el bien común en todo lo que se hace es algo a lo que estamos obligados por nuestra naturaleza social.

Si esto es así para cualquier ciudadano, compromete mucho más al cristiano. En medio de la crisis del fin de siglo, nuestros obispos nos recordaron que “no puede ser ciudadano del cielo quien huye de la ciudad terrena”. Y se huye desde la indiferencia, desde la falta de participación, desde el abandono de los deberes cívicos…

Como cristianos debemos esforzarnos por conocer a los candidatos. Escuchar sus propuestas y ver su trayectoria. Es una tarea ardua porque contamos con muy pocos datos sobre ellos y algunos se nos cuelan entre las listas sábanas. Pero tenemos la obligación moral de hacer esta tarea, elegir de acuerdo a nuestras convicciones religiosas y emitir el sufragio el día de las elecciones. La indiferencia atenta contra el bien común y es sinónimo de no amar al prójimo como Jesús nos ha enseñado.

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