La paradoja que propone Jesús es interesante: si limpiamos la copa por dentro quedará también limpia por fuera. Es en medio de una polémica con los fariseos (Mt 23, 25-26) a los cuales les hecha en cara “que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno”. El contexto es el del comportamiento moral en el cual lo exterior debe ser coherente con la vida interior. Es más, es del interior que nace lo verdadero del hombre, como diría en otra parte el mismo Jesús:

“¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados?». Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos.

Luego agregó: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».” (Mc 7, 18-23)

Así que la indicación de Jesús no tiene que ver con la higiene de los enseres de la casa sino con la higiene del corazón. Limpiando la copa por dentro quedamos purificados. Pero… ¿es posible para un ser humano lavar su propio corazón? No. Que quede claro: es imposible para nosotros pero si es posible para Dios. Y el señor quiere hacerlo de una manera concreta: a la acción de lavar el corazón del hombre se la denomina Reconciliación o, más cotidianamente, Confesión. Es un Sacramento, es decir una acción sagrada.

¿Qué efectos tiene este Sacramento en el hombre que deja que su copa sea lavada? Recordemos lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

"Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad" (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, "tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual" (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera "resurrección espiritual", una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).

En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida "y no incurre en juicio" (Jn 5,24). (CIC, 1468/1470)

Así que la cosa es sencilla: dejar que el Señor nos lave la copa para tener una vida limpia y gloriosa. Y vos… ¿hace cuanto que no lavás tu copa?

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