Con cuanta ilusión nos acercamos muchas veces al kiosco de la esquina. Cambiamos por unas monedas la quimera de la sorpresa que nos depara una gaseosa. Con emoción recibimos la botella y la conducimos a nuestro hogar con la ilusión intacta y el palpitar de un corazón que se sale de nuestro pecho por la emoción creciente. Tenemos la ilusión de que tenemos todo claro.
Nada más entrar al reparo de las paredes, lejos de toda mirada indiscreta y rodeados del encanto de la oscuridad de nuestro cuarto, procedemos a abrir el recipiente. La ilusión marcada en la sonrisa de nuestros labios se transforma en mueca de nerviosismo mientras nuestras manos desenroscan la tapita. Pero esa mueca luego se muta en un profundo desencanto al leer la frase que sabíamos que se venía, pero nos resistíamos a pensar que pasaría lo mismo de siempre: “siga participando”.
“Siga participando”… Nuestras ilusiones se van al tacho junto a la tapita que arrojamos y la gaseosa sólo sirve para aminorar, con amargo sabor, la sed creciente que brota desde nuestras entrañas.
A veces la vida parece que nos dice constantemente lo mismo: “siga participando”. Y el creciente desencanto que nos produce el aferrarnos a las cosas que pasan, efímeras, nos induce al desaliento para encontrar una roca donde pararnos, desde dónde saltar con esperanza a un futuro que añoramos desde la inquietud de nuestro corazón.
En medio de tantas “tapitas” con falsas promesas que nos rompen la ilusión, se abre camino una persona. Nació en el año cero. Murió en el treinta y tres. Pero resucitó y está vivo. Jesús de Nazareth, el Hijo de Dios encarnado. El no juega con nuestras esperanzas para comprarnos con promesas inciertas que terminan en un “siga participando”. Muy por el contrario. Nos muestra un camino que el mismo soñó y pensó para la humanidad. Un camino que recorrió hasta derramar la última gota de su sangre: “ámense los unos a los otros como yo los he amado”. No es la promesa de un camino fácil, que se compra por unas monedas, pero que al final deja vacía la vida. Es el camino arduo, estrecho, de preocuparse por el otro, amarlo, servirlo, entregar todo para que el otro esté bien.
La esperanza cristiana tiene una certeza: Dios me amó hasta dar la vida de su Hijo por mí. La esperanza cristiana tiene un destino de vida eterna, un destino seguro porque confiamos en la Palabra de Aquél que promete y sella con su sangre la palabra dada. Jesús es el revolucionario del amor, que no vende oscuras quimeras, sino que da su vida, y desde ese testimonio, nos enseña a darla también nosotros, por amor, por el bien común, para el bien de todos.