"Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión." (Salmo 147,12)
Viene alguien y me hace un favor. Puedo tener dos actitudes. Pensar que merezco ser ayudado por todos, porque soy el centro de la vida y, entonces sentirme complacido porque le di la oportunidad al otro de que ayude a un grande.
La otra actitud la podemos resumir con el dicho: “es de bien nacido ser agradecido”.
Con Dios también tenemos alguna de estas dos actitudes. A veces pensamos que Él debe ayudarnos en todo momento porque está obligado a hacerlo: para eso es Dios, para estar a mi servicio.
O nos damos cuenta de su majestad, de su grandeza. Entonces nos admiramos de que se abaje para estar con sus creaturas, seres pequeñitos que no merecemos sus favores… Cuando tomamos conciencia de esto no nos queda más que despertar el verdadero espíritu religioso: alabarlo por su cercanía, agradecerle su misericordia.
Para que esto suceda se necesitan dos cosas: humildad y conversión. ¿Te animás?
Una reflexión del texto: Salmo 147,12
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