Hace un año partía hacia la Morada Celestial el Papa Juan Pablo II. Hoy queremos rendirle desde aquí un pequeño homenaje. No es para pontificar sobre el Sumo Pontífice. Nuestra intención es recordar el testimonio de su vida.
Hoy se encuentra en proceso de beatificación, no por haber sido Papa, sino por haber sido cristiano hasta las últimas consecuencias. Y esto no es propio de un extremista o un fanático, como se piensa hoy. Jesús tiene un mensaje de una pretensión absoluta: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va hacia el Padre sino es por mí”. Quién se encuentra con el Señor, y se enamora de él, no puede menos que “dejarlo todo y seguirlo”. Este dejar todo no significa abandonar el mundo o la racionalidad para entender las cosas. Este dejarlo todo significa hacer de la Palabra Revelada de Jesús el horizonte en el cual transitar. Y quién hace esta experiencia, descubre la verdad y la potencia de esas Promesas Divinas.
Este es el verdadero secreto de Juan Pablo II. Si despojamos su vida del seguimiento a Jesús, nada de lo que hizo o dijo tiene sentido. Sería en un mero dirigente humano, con una gran capacidad para reunir multitudes y presionar a los poderosos del mundo. Con toda seguridad, el primero en protestar por semejante atropello sería el mismo.
Cuando oraba el espíritu de Juan Pablo brotaba a la superficie. En ese momento todo se transformaba en algo secundario y se percibía su encuentro con el Señor. Nos viene a la memoria esos instantes en el aeropuerto de la capital entrerriana. El locutor anunció que el Papa rezaría a los pies de Nuestra Señora del Rosario de Paraná. Teresa de Jesús había enseñado que la oración es “trato de amistad con quién sabemos que nos ama”. Y el diálogo de amor que fue la oración de este hombre, hizo que las cien mil personas presentes, en un profundo silencio que invadió el predio, nos uniéramos a él teniendo una profunda experiencia de Dios.
Quien quiere unirse a Jesús, lo debe seguir y debe configurar en todo su vida con él. Hasta la cruz y la resurrección. Hoy se lee en todas las Iglesias del mundo el evangelio de Juan donde Jesús dice que “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere da mucho fruto”. Allí Jesús estaba anticipando su muerte en cruz, entre la soledad de los hombres y la presencia del Padre. Juan Pablo II supo llevar su cruz durante toda su vida. Esta tomaría varios rostros: la incomprensión frente a sus enseñanzas que recordaban la de su maestro; la impotencia para frenar guerras implorando el desarme del corazón de los poderosos que las provocaban y el odio del resto que las alimentaba; el peso de ser el líder espiritual de más de mil doscientos millones de personas. Tal vez su última cruz fue la más liviana: cuando las fuerzas lo abandonaron, cuando el ágil deportista debió ser ayudado en lo mínimo por sus amigos. Allí, el Papa sufriente nos recordaba que una vida vale por lo que es, no por lo que tiene o por lo que aparenta.
El mundo fue distinto luego de su travesía por la tierra. Porque, como su Maestro, pasó haciendo el bien. Y hoy, junto a Jesús, nos sigue bendiciendo desde una ventana del cielo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *