La paradoja de vivir: mirar al Cielo para abrazar el presente
Nos encontramos, como seres humanos, perpetuamente situados en una encrucijada existencial, atrapados en una tensión fundamental que define nuestra búsqueda de sentido. Por un lado, sentimos el llamado a anclarnos en la plenitud del instante; por otro, nos asalta la ansiedad por un futuro incierto que se nos escapa.
Esta disyuntiva nos obliga a navegar entre dos impulsos que a menudo se contradicen: el deseo de "vivir en el presente sin pensar en el futuro" y la tentación de "desear el futuro sin vivir el presente".
Es en el delicado equilibrio de esta balanza donde se juega la calidad de nuestra existencia, una tensión que se vuelve insostenible cuando aparece en el horizonte la pregunta inevitable y definitiva: la cuestión de la muerte, ese final que amenaza con vaciar de valor todo lo que hacemos aquí y ahora.
El vértigo ante la finitud: ¿Vale la pena el esfuerzo?
Confrontar la idea de nuestra propia finitud no es un ejercicio morboso, sino un acto estratégico de profunda honestidad intelectual y espiritual. Solo cuando miramos de frente la realidad de que "llega ese momento de partida en el cual se termina todo", podemos empezar a construir un propósito vital auténtico.
Sin embargo, esta confrontación nos sumerge en un vértigo existencial. La conciencia de que todo lo "hecho y acumulado aparentemente desaparece en la nada" desata una serie de cuestionamientos radicales que socavan los cimientos de nuestra motivación diaria. Es entonces cuando resuenan en nuestro interior las preguntas más desasosegantes:
¿Vale la pena hacer el bien? ¿Vale la pena cultivar relaciones? ¿Vale la pena acumular bienes? ¿Vale la pena vivir?
Estas preguntas no son meras abstracciones filosóficas; son el núcleo del desasosiego contemporáneo. Si el destino final de todo esfuerzo, amor y construcción es la aniquilación, el vacío parece ser la única respuesta lógica, dejando a la existencia desprovista de un significado último.
La respuesta trascendente: "Yo Soy la Resurrección y la Vida"
Frente al silencio abrumador que parece imponer la muerte, la experiencia de la fe propone una perspectiva radicalmente distinta, una respuesta que no niega la finitud, sino que la trasciende.
Es en este punto de quiebre donde emerge una palabra que busca reorientar toda la existencia. La afirmación central de Jesús, tal como se nos presenta, resuena como una promesa que redefine los términos del debate:
"Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás."
Esta declaración no es simplemente un consuelo para después de la muerte; es una reconfiguración completa del significado de la vida misma, una respuesta directa a las preguntas que nos asaltan ante el abismo.
El impacto de esta promesa es transformador: la muerte deja de ser un final absoluto para convertirse en un tránsito. En consecuencia, el bien que hacemos sí vale la pena, pues se inscribe en la eternidad; las relaciones que cultivamos adquieren un valor que no se extingue; y la vida misma se revela no como un esfuerzo fútil, sino como el camino hacia una plenitud que la aniquilación no puede tocar.
Nuestra fe en la vida eterna, regalada a través de la Pascua, la muerte y resurrección de Jesús, nos invita a interiorizar una esperanza que encuentra en la conmemoración de quienes nos precedieron una forma de hacerse tangible y presente.
Vivir con la mirada en lo definitivo
Los ritos y las conmemoraciones no son un mero recuerdo nostálgico del pasado, sino un ejercicio activo y deliberado para orientar nuestra vida presente hacia un futuro trascendente. La celebración de "todos los santos" y la "conmemoración de los fieles difuntos" funcionan como una poderosa pedagogía espiritual.
Estas festividades, lejos de anclarnos en la tristeza de la pérdida, "nos hablan de la vida eterna, del cielo, de la gloria, de la casa del Padre, de nuestro destino final". Nos invitan, de manera explícita, a "poner nuestra mirada en lo definitivo".
Recordar a los santos y rezar por nuestros difuntos se convierte, así, en un acto que fortalece nuestra propia esperanza. La lógica es simple y profunda: "porque allí donde los santos están, donde Jesús resucitado está, también yo quiero estar".
Esta mirada puesta en el horizonte de la eternidad no nos distrae de nuestras responsabilidades terrenales. Al contrario, resuelve la paradoja inicial de nuestra existencia.
Es precisamente esa perspectiva de un destino final pleno lo que nos permite, paradójicamente, "vivir con intensidad el momento presente". Cada acto cobra un peso de eternidad, cada gesto de amor se convierte en una siembra para la gloria.

La decisión de creer para vivir
En última instancia, el recorrido desde la angustia por la finitud hasta la serenidad de una vida con propósito se resume en una decisión personal. La inquietud que nace al contemplar la nada encuentra su respuesta en una fe que dota de significado eterno a cada instante vivido.
Una perspectiva trascendente no nos evade del presente; por el contrario, nos sumerge en él con una intensidad renovada, sabiendo que nada de lo que hacemos con amor se pierde. La promesa de una vida que no termina nos libera para vivir esta vida sin reservas.
La pregunta, entonces, se vuelve ineludible y resuena en el corazón de cada uno, esperando una respuesta que definirá el sentido de todo lo demás: ¿Crees esto?
(Texto creado con IA como resumen del video)
