Durante esta semana recibimos una noticia que impactó a muchos en Paraná. El martes, Monseñor Julio Metz partió hacia la casa del Padre. Con sus noventa y ocho años a cuestas, durante los últimos meses por su enfermedad tuvo que estar postrado en cama. Puede decir muy bien, junto con San Pablo: he combatido bien el combate, he corrido hacia la meta, ya puedo descansar en la paz de mi Señor.
Quienes compartimos algunos momentos de nuestra vida con él, tenemos muchas anécdotas que ilustran el peso de su persona y su palabra sobre nosotros. No alcanzan este momento ni este lugar para traerlas a colación. Quisiéramos, eso sí, solo recordar aquello que le dio sentido a toda su vida.
Cuando le llegaba algún reconocimiento, ya sea a nivel local como nacional, el sólo tenía estas palabras para explicarlo: “me premian porque soy sacerdote, en mi vida no he hecho nada más que eso”.
Es el sacerdocio que, como cura joven, lo llevó a varios puntos de la provincia. Y, que ya entrando en la madurez lo trajo a Paraná para ya no irse. Llegó con una tarea que no pudo ejercer nunca: la inspección de la enseñanza religiosa en la escuelas. Como por problemas políticos esto no la pudo hacer, le encomendaron que viviera en la Catedral y atendiera la capillita que estaba en el Parque Urquiza. Con santa paciencia, todos las mañanitas tomaba el tranvía y llegaba a celebrar la Misa: en esa época todavía en latín y solo con dos o tres fieles que asistían. El tiempo fue pasando, construyó una casa junto al Templo… comenzó a vivir allí… y la Capilla se transformó en Parroquia. La comunidad del Carmen creció lentamente de la mano de su pastor.
Decenas de miles de bautismos, miles de casamientos, todos los días por la mañana la celebración de la Misa y el domingo por la tarde a alentar el fútbol de Patronato. Y, sobre todo, la charla paciente y amena con todos. Si algo caracterizó al Padre Metz fue lograr que todos se encontraran cómodos con él. Pobres o ricos, cultos o incultos, amigos o enemigos, su palabra no era negada a nadie y, de una u otra manera, más temprano o más tarde, terminaba regalando la presencia del Dios que alegraba el corazón de su interlocutor.
Para ser sabio se necesitan pocas cosas: tener a Dios como compañero en el caminar diario, dejarse guiar por su Palabra Divina, aprender a gozar de las pequeñas cosas y sacar de ellas enseñanzas para la vida. A todo esto también le debemos sumar los años que traen experiencia. Si a esto le añadimos una pizca de buen humor y capacidad para donarse a los demás en el servicio, tenemos la formula correcta para definir a un sabio, un santo… al Padre Metz.
El Padre Metz ha partido. Nos queda su recuerdo, sus palabras y las anécdotas de su vida. Pero, sobre todo nos queda aquello que era su riqueza y el quiso compartir con todos los que los rodeaban: la presencia de Jesús en muchos corazones de hombres y mujeres que lo recibieron por el bautismo, la comunión, el casamiento o la confesión que este sacerdote de Cristo les administró. Como el mismo lo dijo: “me premian porque soy sacerdote, en mi vida no he hecho nada más que eso”.

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