El Concilio recuerda la centralidad de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Esta es celebrada de dos maneras especiales, como nos enseña al hablar del año litúrgico:
“La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo en días determinados a través del año la obra salvífica de su divino Esposo. Cada semana, en el día que llamó «del Señor», conmemora su Resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa Pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua.” (SC 102)
Hoy nos detendremos a recordar lo que se dijo acerca del domingo. Está todo resumido en el N° 106:
“La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón "día del Señor" o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los «hizo renacer a la viva esperanza por la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1 Pe, 1,3). Por esto el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo. No se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia, puesto que el domingo es el fundamento y el núcleo de todo el año litúrgico.”
Desglosemos juntos este contenido. Nos valeremos para eso de la carta apostólica “Dies Domini” que el Papa Juan Pablo II nos regalara en el año 1998 y que es un desarrollo muy profundo del punto conciliar anteriormente citado.
Origen del día domingo
Los Padres Conciliares no dudan en su afirmación. Por un lado nos dicen que es una “tradición apostólica”, es decir, una costumbre que viene de la práctica que los mismos apóstoles hicieron en vida. Y esta práctica no nació de alguna moda judía o de algún país pagano evangelizado. Nace del hecho central de nuestra fe: se celebra el día de la resurrección de Jesucristo.
Es el octavo día: es decir, el día siguiente al séptimo. Esto no es un juego de palabras sino una verdad de profundo contenido místico: en seis días Dios creó el mundo; el séptimo “descansó” invitando al descanso; en el octavo día sucede una “nueva creación”. Así nos lo explicaba Juan Pablo II:
“Es la celebración de la «nueva creación». Pero precisamente este aspecto, si se comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la Escritura, desde sus primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), no es menos verdad que, gracias a su mismo misterio de Hijo eterno del Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su Evangelio: «Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (1,3). Lo subraya también Pablo al escribir a los Colosenses: «Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y para él» (1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando «de entre los muertos: el primero de todos» (1 Cor 15,20), inauguró la nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a término en el momento de su retorno glorioso, «cuando devuelve a Dios Padre su reino [...], y así Dios lo será todo para todos» (1 Cor 15,24.28).” (DD 8)
Luego continúa explicando el tema de la creación y del tercer mandamiento en el cual se nos pide “santificar las fiestas”. Concluye así:
“Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido «espiritual» del sábado, como subraya san Gregorio Magno: «Nosotros consideramos como verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo». Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la creación, «que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto» (Rom 8,22), ha conocido su nuevo «éxodo» hacia la libertad de los hijos de Dios que pueden exclamar, con Cristo, «¡Abbá, Padre!» (Rom 8,15; Gal 4,6). A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2 Co 4,6). Del «sábado» se pasa al «primer día después del sábado»; del séptimo día al primer día: ¡el dies Domini se convierte en el dies Christi!” (DD 18)
Hay hermanos evangélicos que prefieren celebrar el día sábado como día sagrado. Allá ellos que se quedan en la primera creación. Nosotros los católicos, ya desde los Hechos de los Apóstoles, comprendimos que la Resurrección es un acontecimiento que divide en dos la historia. Más todavía: inaugura los tiempos nuevos en los cuales podremos habitar en la Casa del Padre al final de los tiempos. Por eso no dudamos de la importancia del octavo día de la semana. Esto es tal que, con el correr de los tiempos se lo conoció como “dies Domini” (día del Señor) o simplemente como domingo. ¿Fundamentos bíblicos? Juan Pablo nos los da:
“Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar «el primer día después del sábado» (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después -como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)- los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía (cf. Hch 2,1), cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5). Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a la multitud reunida que Cristo había resucitado y «los que acogieron su palabra fueron bautizados» (Hch 2,41). Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios dispersos.” (DD 20)
El domingo fiesta primordial del creyente
Primordial se dice del principio fundamental de cualquier cosa. Por esto es un día en el cual la comunidad se debe reunir para escuchar la Palabra y participar de la Fracción del Pan. Esto fue así ya desde un principio:
“Desde los tiempos apostólicos, «el primer día después del sábado», primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1 Cor 16,2). «Primer día después del sábado» era también cuando los fieles de Tróada se encontraban reunidos «para la fracción del pan», Pablo les dirigió un discurso de despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12). El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día de la semana el «día del Señor» (1,10). De hecho, ésta será una de las características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo circundante. Lo advertía, desde principios del siglo II, el gobernador de Bitinia, Plinio el Joven, constatando la costumbre de los cristianos «de reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios». En efecto, cuando los cristianos decían «día del Señor», lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva del mensaje pascual: «Cristo Jesús es Señor» (Fl 2,11; cf. Hch 2,36; 1 Cor 12,3). De este modo se reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta traducían, en la revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no era lícito pronunciar.” (DD 21)
En los primeros siglos el estado era pagano y los días feriados (no laborables) no coincidían precisamente con la semana cristiana. Por este motivo los creyentes se reunían “antes de salir el sol” a adorar a Dios. A estas reuniones se las llamaban “el culto del Señor” (Hch 13,2) o también “fracción del pan” (Hch 2,42). Hoy le decimos Misa o Eucaristía: es lo mismo que se hacía desde los tiempos apostólicos.
“En la Misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: «¡La paz esté con ustedes!» Al volver Cristo entre ellos «ocho días más tarde» (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en el «día del Señor» o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la «fracción del pan», como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.” (DD 33)
En la Misa se tienden dos mesas, la de la Palabra y la de la Eucaristía, para que nos alimentemos como comunidad que alaba al Dios Vivo. Es un regalo inmenso para nuestras vidas de peregrinos el disfrutar ya del banquete eterno. Por eso la Iglesia nos hace tomar conciencia de esta riqueza a través del precepto dominical:
“Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. «Dejad todo en el día del Señor -dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles- y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno?». La llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades. Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular, que respondieron a sus acusadores: «Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley»; «nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor». Y una de las mártires confesó: «Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana».
La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506). Estos decretos de Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo obvia.
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la tradición en una ley universal. El Código actual la confirma diciendo que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa». Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.
Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras veces -y más a menudo- indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva Alianza.” (DD 46-48)
El domingo como día de alegría y de descanso
El creyente es un ser complejo con cuerpo y alma. Por eso el alabar a Dios tiene que inundar todo su ser. Y la primera consecuencia de la alabanza es la alegría que nos deja:
“Para comprender plenamente el sentido del domingo, conviene descubrir esta dimensión de la existencia creyente. Ciertamente, la alegría cristiana debe caracterizar toda la vida, y no sólo un día de la semana. Pero el domingo, por su significado como día del Señor resucitado, en el cual se celebra la obra divina de la creación y de la «nueva creación», es día de alegría por un título especial, más aún, un día propicio para educarse en la alegría, descubriendo sus rasgos auténticos. En efecto, la alegría no se ha de confundir con sentimientos fatuos de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad y la afectividad por un momento, dejando luego el corazón en la insatisfacción y quizás en la amargura. Entendida cristianamente, es algo mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso, como atestiguan los santos, en la noche oscura del dolor, y, en cierto modo, es una «virtud» que se ha de cultivar.
Sin embargo no hay ninguna oposición entre la alegría cristina y las alegrías humanas verdaderas. Es más, éstas son exaltadas y tienen su fundamento último precisamente en la alegría de Cristo glorioso, imagen perfecta y revelación del hombre según el designio de Dios. Como escribía en la Exhortación sobre la alegría cristiana mi venerado predecesor Pablo VI, «la alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado». Y el mismo Pontífice concluía su Exhortación pidiendo que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie firmemente la alegría experimentada por los Apóstoles al ver al Señor la tarde de Pascua. Invitaba, por tanto, a los pastores a insistir «sobre la fidelidad de los bautizados a la celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna». En esta perspectiva de fe, el domingo cristiano es un auténtico «hacer fiesta», un día de Dios dado al hombre para su pleno crecimiento humano y espiritual.” (DD 57-58)
Pero también somos un cuerpo. Por eso el tema del descanso del domingo es importante. Les dejo una larga cita, porque creo que es algo que estamos perdiendo en nuestra cultura demasiado interesada en el lucro.
“Durante algunos siglos los cristianos han vivido el domingo sólo como día del culto, sin poder relacionarlo con el significado específico del descanso sabático. Solamente en el siglo IV, la ley civil del Imperio Romano reconoció el ritmo semanal, disponiendo que en el «día del sol» los jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los diferentes oficios dejaran de trabajar. Los cristianos se alegraron de ver superados así los obstáculos que hasta entonces habían hecho heroica a veces la observancia del día del Señor. Ellos podían dedicarse ya a la oración en común sin impedimentos.
Sería, pues, un error ver en la legislación respetuosa del ritmo semanal una simple circunstancia histórica sin valor para la Iglesia y que ella podría abandonar. Los Concilios han mantenido, incluso después de la caída del Imperio, las disposiciones relativas al descanso festivo. En los Países donde los cristianos son un número reducido y donde los días festivos del calendario no se corresponden con el domingo, éste es siempre el día del Señor, el día en el que los fieles se reúnen para la asamblea eucarística. Esto, sin embargo, cuesta sacrificios no pequeños. Para los cristianos no es normal que el domingo, día de fiesta y de alegría, no sea también el día de descanso, y es ciertamente difícil para ellos «santificar» el domingo, no disponiendo de tiempo libre suficiente.
Por otra parte, la relación entre el día del Señor y el día de descanso en la sociedad civil tiene una importancia y un significado que está más allá de la perspectiva propiamente cristiana. En efecto, la alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios mismo, como se deduce del pasaje de la creación en el Libro del Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es una cosa «sagrada», siendo para el hombre la condición para liberarse de la serie, a veces excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que todo es obra de Dios. El poder prodigioso que Dios da al hombre sobre la creación correría el peligro de hacerle olvidar que Dios es el Creador, del cual depende todo. En nuestra época es mucho más urgente este reconocimiento, pues la ciencia y la técnica han extendido increíblemente el poder que el hombre ejerce por medio de su trabajo.
Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso en nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre mismo. Cuando la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el descanso dominical, ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y de los obreros, no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las exigencias espirituales de la práctica dominical, sino porque era el más necesitado de una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera a todos santificar el día del Señor. A este respecto, mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum novarum presentaba el descanso festivo como un derecho del trabajador que el Estado debe garantizar.
Rige aún en nuestro contexto histórico la obligación de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la distensión que son necesarios a la dignidad de los hombres, con las correspondientes exigencias religiosas, familiares, culturales e interpersonales, que difícilmente pueden ser satisfechas si no es salvaguardado por lo menos un día de descanso semanal en el que gozar juntos de la posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del trabajador al descanso presupone su derecho al trabajo y, mientras reflexionamos sobre esta problemática relativa a la concepción cristiana del domingo, recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días laborables a la inactividad.
Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza -deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve contra el hombre- pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz del hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el domingo es también un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada sobre las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía maravillosa y misteriosa que, como dice san Ambrosio, por una «ley inviolable de concordia y de amor», une los diversos elementos del cosmos en un «vínculo de unión y de paz». El hombre se vuelve entonces consciente, según las palabras del Apóstol, de que «todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias; pues queda santificado por la Palabra de Dios y por la oración» (1 Tim 4,4-5). Por tanto, si después de seis días de trabajo -reducidos ya para muchos a cinco- el hombre busca un tiempo de distensión y de más atención a otros aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica necesidad, en plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico. El creyente está, pues, llamado a satisfacer esta exigencia, conjugándola con las expresiones de su fe personal y comunitaria, manifestada en la celebración y santificación del día del Señor.
Por eso, es natural que los cristianos procuren que, incluso en las circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación civil tenga en cuenta su deber de santificar el domingo. De todos modos, es un deber de conciencia la organización del descanso dominical de modo que les sea posible participar en la Eucaristía, absteniéndose de trabajos y asuntos incompatibles con la santificación del día del Señor, con su típica alegría y con el necesario descanso del espíritu y del cuerpo.” (DD 64-67)
El domingo se presenta así como un día total: día de la nueva creación; día de alabanza y alimento espiritual para la comunidad de creyentes; día de alegría y de liberación del trabajo… pascua semanal que nos introduce en la plenitud del Señor.
Sobre todo esto hablaremos con más detalle hoy en nuestro programa de radio Concilium (a las 22.00 hs por FM Corazón, 104.1 de Paraná). Pueden escucharlo online desde este link. Y si se lo perdieron, está la grabación en este otro link. Bienvenidos todos los aportes y sugerencias.