Rosado, verde y celeste se combinan en un maravilloso momento primaveral. Una foto que tomé hace algún tiempo en el patio del fondo de la casa de mis padres. Hoy me llevó a contemplar una danza de colores que conjugan lo sencillo y cotidiano con la alegría de lo bello, lo pleno que es la luz total.

La primavera tiene ese suave aroma de la esperanza, de las cosas que están germinando y que nos hablan de una plenitud que no tarda en llegar. Sus flores y su cielo azul y límpido van arrojando al olvido los grises nubarrones del invierno; instalando la armonía y llamando a la fecundidad de la vida, a la germinación de aquello que fue depositado como simiente y emerge lentamente hacia los frutos finales.

Las primaveras existenciales son, también, un deseo del corazón y una meta a lograr. El invierno es duro y parece que todo lo va a destruir, a consumir con su gélido aliento. Por eso es muy bueno que despunte una danza de color y vida en el propio corazón. Y que nos animemos a dejarnos conducir por ese tenue, sinuoso, desconcertante camino que se nos pone por delante.

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