El ser humano es un individuo que no se puede dividir. Dijimos alguna vez que era un ser complejo… y hoy vamos a desarrollar en parte esa complejidad que nos constituye como los “distintos” en todo el universo. Ya dijimos que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Detengámonos a redescubrir los componentes que nos hacen singulares.
La constitución del hombre
El Concilio utiliza aquí herramientas que toma prestadas de la filosofía. No es la intención “casarse” con ninguna teoría de pensador alguno. Simplemente que la razón humana, a través de milenios, ha podido llegar a algunas comprensiones que nos ayudan a entendernos como somos. La primera afirmación, de conjunto, que hace la Gaudium et Spes es interesante:
“En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador.” (GS14)
Afirma que estamos destinados a ser la voz libre de la alabanza de este mundo al Creador. Resuena aquí el cantico que se encuentra en el libro de Daniel (3, 57-90). Pero ser esa voz es fruto de que somos la “síntesis del universo material”. Es que se conjuga en cada uno de nosotros dos componentes, uno material y otro espiritual. Ambos de igual dignidad… por la simple razón de que no pueden existir separados en una persona humana: cuerpo y alma.
La dignidad del cuerpo
Los argumentos que dan los padres conciliares para afirmar la bondad del cuerpo son, antes que nada, teológicos. En otras palabras, debemos darle a nuestro cuerpo el mismo tratamiento que el Señor ha querido darle. Y por eso nos debemos fijar en su comienzo y en su destino final:
“No debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día.” (GS14)
Nuestro cuerpo nace de “las manos artesanas del Creador” (por decirlo así) y está destinado a la resurrección en los tiempos finales. Por eso no lo debemos despreciar. Por supuesto que nosotros no despreciamos nuestro cuerpo, salvo que estemos enfermos y atentemos contra nosotros mismos. Pero corremos el riesgo de despreciar el cuerpo de los demás. ¿Acaso no pasa eso cuando alguien pasa hambre, está sin abrigo ni habitación digna, desolado por enfermedades que padece por no contar con el dinero suficiente para tratarlas…? El largo etc. que podríamos enumerar marca algunos rasgos de nuestra cultura y sus desprecios por el cuerpo… del otro.
Claro que corremos el riesgo de lo contrario: la exaltación del propio cuerpo. Hablamos del lujo desmedido, los excesos en comidas y bebidas, el “culto” al propio cuerpo que se traduce desde el desmedido “trabajo” en gimnasios a las cirugías plásticas que esculpen “la figura perfecta”.
El Concilio nos advierte sobre la raíz de estos males:
“Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón.” (GS 14)
La interioridad que nos hace distintos
Con el resto de la creación corpórea compartimos nuestro sumergirnos en la materialidad. Sin embargo, de la unidad dual que somos, surge otro principio que nos hace singulares:
“No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino.” (GS 14)
Sobre el significado bíblico del “corazón” hablaremos en el próximo artículo. Pero hoy nos interesa afirmar que esa capacidad de mirarnos a nosotros mismos y poder identificarnos como seres vivos, es decir, la capacidad de ser conscientes de que existimos aquí y ahora, eso es lo que nos configura como radicalmente distintos de los minerales, vegetales o animales. A esa “capacidad” la podemos denominar “alma”. Es el principio que nos vivifica de una manera especial: no solo nos hace pensantes sino, también, capaces de relación consciente y libre con nuestros semejantes.
“Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad.” (GS 14)
Estamos tan acostumbrados a este misterio que no nos damos cuenta de nuestra singularidad. Y a veces nos asustamos tanto de tenerla de manera privativa que se la queremos atribuir a otros animales, llámense perros, delfines, monos o como sea. Sin embargo, a diferencia de ellos, nosotros no solamente aprendemos por el instinto que heredamos sino, sobre todo, por la capacidad de reflexionar sobre nuestra experiencia, aprovechar el medio a favor nuestro (técnica) y transmitirla de manera simbólica a los que nos siguen (cultura).
La inteligencia humana
A una “parte” de la “interioridad” que nos ayuda a pensar le podemos poner un nombre concreto: inteligencia.
“Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al universo material. Con el ejercicio infatigable de su ingenio a lo largo de los siglos, la humanidad ha realizado grandes avances en las ciencias positivas, en el campo de la técnica y en la esfera de las artes liberales. Pero en nuestra época ha obtenido éxitos extraordinarios en la investigación y en el dominio del mundo material.” (GS 15)
Una inteligencia que puede penetrar la realidad hasta su mismo centro, hasta la esencia misma de lo que las cosas son. Y entre la interacción de la inteligencia y la realidad surge lo que denominamos “verdad”:
“Siempre, sin embargo, ha buscado y ha encontrado una verdad más profunda. La inteligencia no se ciñe solamente a los fenómenos. Tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza, aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada.” (GS 15)
La sabiduría que ayuda al buen vivir
No basta con conocer muchas cosas. Hay que saber aplicar los conocimientos adquiridos por la razón en lo concreto para que la vida sea en verdad digna de ser vivida. Y eso no se logra solamente con los “estudios universitarios”.
“Finalmente, la naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible.
Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación.” (GS 15)
Y Dios, además, viene a nuestro encuentro para ayudarnos con sus dones. Concretamente con el don del divino consejo (cfr. Ecl 17, 7-8):
“Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino.” (GS 15)
Así no estamos solos frente a nuestra naturaleza dividida por el pecado. Todo lo contrario, su luz viene en auxilio de nuestra luz interior.
Todo esto y un poco más…
Esta noche en mi programa de radio Concilium. Lo pueden escuchar por la FM Corazón (104.1 de Paraná) de 21.30 a 23.00 hs.. Todos los escritos anteriores de esta serie (en su tercer año de emisión) están alojados en la pestaña Concilium.