Casi, casi estamos ya celebrando la Navidad. Como inmediata preparación a la misma la Iglesia nos presenta el testimonio del encuentro entre María e Isabel. Un relato breve, somero, pero cargado de enseñanzas para nuestra vida.
Recordemos lo que nos dice Lucas en su Evangelio. María, al enterarse por el Ángel Gabriel del embarazo de su prima Isabel, parte rápidamente a ayudarla. Al llegar a su casa, entra y la saluda. Entonces Isabel, al escuchar el saludo, queda llena del Espíritu Santo y proclama la maternidad divina de la Virgen “¡Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a visitarme?”.
Con el don del Santo Espíritu, Isabel queda llena de fe y del don de la ciencia. La maravilla del Dios vivo desciende sobre esta mujer y la capacita para creer. Ante este don, Isabel colabora con la Gracia haciéndola suya y transformándola en acción de gracias al Señor que se le presenta. María es muda testigo de las maravillas obradas en su prima.
Esta Nochebuena y mañana en la Navidad nos encontraremos con muchos familiares y amigos. Algunos comparten nuestra fe y otros son indiferentes al Señor que sale a su encuentro a través de su Hijo en el Pesebre. Como creyentes queremos compartir nuestra alegría por el recién nacido. Pero no sabemos cómo. Tomemos el ejemplo de la Virgen. ¿Qué hizo María para suscitar la fe en Isabel? Nada… nada extraordinario. María partió de su pueblo, entro a la casa y saludó… y el milagro de la fe se despertó. María no hizo nada. Pero había “algo” en la Virgen que debemos tener en cuenta. Un tiempito antes el Espíritu Santo la cubrió con su Sombra y la Palabra se hizo carne en su seno y habitó entre nosotros. María estaba llena de Dios en su interior. Y al ponerse en contacto con su prima, que tenía el corazón dispuesto, “como por ósmosis” el Santo Espíritu se contagia.
El mejor servicio que podemos presentar a la fe de nuestros familiares o amigos no practicantes, pero de corazón dispuesto, no son las palabras o saludos (que también tienen que estar). El mejor servicio que podemos presentar a la fe de nuestros familiares o amigos no practicantes, pero de corazón dispuesto, es nuestro interior “cargado” de la presencia de Dios, o de la Gracia como le solemos decir. Un corazón reconciliado con el Señor a través de la confesión y habitado por la comunión sacramental. Así, llenos de Dios como María, nuestras palabras y nuestros gestos serán la “excusa” que el Señor necesita para llenar de su presencia a los que nos rodean. Y así nuestra Navidad será en verdad “cristiana”.