Cuando decimos “Señor Jesús” estamos haciendo una profesión de fe sobre la identidad profunda de nuestro Mesías. Por eso es muy importante meditar sobre esta expresión bíblica.

El "Señorío" de Jesús

Por un lado la palabra “Señor” no es aquí el titulo de respeto con el cual nos referimos en nuestra cultura a las personas mayores o desconocidas. Es la traducción española de un término bíblico. En el antiguo testamento Dios reveló su nombre a Moisés. Ese nombre en el Hebreo original tenía cuatro letras consonantes: “YHWH”, que para nosotros suena “Yaveh”. En las últimas centurias antes del nacimiento de Jesús, por respeto al nombre de Dios, cada vez que aparecía “YHWH” se leía “Eloim”. Cuando en el primer siglo cristiano los Judíos pusieron vocales a sus libros (antes sólo eran consonantes), inspirados en la práctica común de lectura, a “YHWH” le pusieron las de “Eloim”. De ahí viene el famoso nombre de “Jehová”, que no es propiamente bíblico sino que nace de las costumbres de la lectura de la Palabra Sagrada.

Cuando la Biblia se muda al idioma griego (que para la época sería lo mismo que el Ingles para nosotros) “YHVH” es traducido por “Kyrios”. Estos dos nombres en nuestro idioma se dicen “Señor”. Por esto esta palabra no es una palabra más en la Revelación. Hace referencia a la manera como se designa a Dios y la experiencia que hace su Pueblo de su cercanía, de su Providencia protectora.

Jesús en hebreo quiere decir “Dios salva”. Es el nombre que José, por inspiración del Ángel, le pone a su hijo adoptivo. Jesús es un hombre como nosotros. Nacido en medio de un pueblo con una historia particular, compartió toda la experiencia humana: tenía familiares y amigos, alegría, gozo, tristeza, llanto, dolor, sufrimiento y padeció la muerte.

“Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (Cf. Hebr. 4,15)” Gs 22.

La maravilla más grande es que el “Señor se hizo Jesús”. Es una expresión que estamos acostumbrados a decir y, por eso, corremos el riesgo de no asombrarnos ante este misterio de nuestra fe. Es la experiencia que tiene Tomás, cuando Jesús resucitado se le aparece y le pida que meta su mano en su costado, sus dedos en la heridas de los clavos. Entonces Tomás ve más allá y su duda se transforma en adoración “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Es la proclamación gozosa de Pablo, que luego de perseguir a los seguidores del Camino, se encuentra con su perseguido y es un discípulo fervoroso y un misionero incansable. Pablo, para resumir su predicación, lo hizo solamente con tres palabras: “Jesús es Señor” (Fil 2,11).

¿Por qué el Señor se hizo Jesús?

Es la pregunta que sigue al asombro por este acontecimiento. En realidad, no queremos buscar razones lógicas sino, sobre todo, entrar en el corazón de Dios para contagiarnos de sus razones. Por eso la respuesta parte de la Revelación y se entiende solamente desde allí.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos sugiere cuatro razones:

para salvarnos reconciliándonos con Dios;
para que conociéramos el amor de Dios;
para ser nuestro modelo de santidad
y para "hacernos partícipes de la naturaleza divina” (N° 457-460).

Detengámonos hoy en la segunda de las razones.

El Amor se hace patente

Vivimos llenos de cuestionamientos, que se dan con mayor o menor intensidad en nuestra vida diaria.

“Ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?” (GS 10)

Estas cuestiones pueden encerrarnos en nosotros mismos y hacernos caer en el desaliento. Es una tentación constante de la humanidad, potenciada por nuestra cultura de las comunicaciones globales: todo pasa, nada es firme, solo hay que disfrutar del momento porque se acaba pronto. Así las frustraciones acompañan a quienes tienen como resultado el haberse dejado encandilar por fantasías. ¿Acaso el hombre es solo un poco de polvo que goza de un poco de la existencia para perderse en la nada eterna? Es el triste consuelo que quién no se ha encontrado con el rostro del Señor. Es triste también el destino de aquél que, inclinado desde su nacimiento al mal, se abandona a sus brazos y vive su vida marcado por esa experiencia (tal vez gratificante en un instante, pero amarga y desalentadora con el correr del tiempo). A esta realidad desde la realidad se le pone un nombre: pecado.

Pero si levantamos la mirada hacia Aquel que ha obrado entre nosotros, la esperanza renace en nuestros corazones. Y no como el la fruto de una fantasía, sino del tremendo misterio de amor que hemos experimentado.

El Señor se hace Jesús. Aunque nuestras palabras siempre quedan más acá del Misterio de Dios (CIC 42), podemos recordar algunos de sus atributos: el Señor es el Creador del cielo y de la tierra (Gn 1,1; Sal 115,15); es tan grande que supera nuestra ciencia (Jb 36,26; Sal 138,17)); el Todopoderoso frente al cual dobla la rodilla toda la creación (Ap 4,8); tan grandioso que el hombre se siente impuro frente a su presencia (Is 6,5). Es este Señor el que se hace Jesús, es decir hombre pequeño y limitado. Como nos dice Pablo: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. (Fil 2,6,8).

San Juan nos da el sentido:

“Miren cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo único a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto está el amor; no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados”. (1 Juan 4,9-10).

Resumido en su Evangelio:

“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. (Juan3,16).

El Señor podría seguir guiando nuestras vidas con su Providencia invisible. Pero quiso tomar un rostro humano, no para pasearse entre nosotros, sino para reconciliarnos con Él a través de su muerte en cruz. Cada gotita de su sangre derramada es un grito de amor del Quien quiere que nos reconciliemos del El y entremos a su comunión. ¿En qué lógica humana entra esto? En ninguna. Esto sucede, como diría Romano Guardini, porque “el amor hace cosas así”.

3 Comments

  1. 1. Anónimo - Julio 4, 2007
    AL QUE NOS AMÓ Y LAVÓ NUESTROS PECADOS CON SU SANGRE Y NOS HIZO REYES Y SACERDOTES PARA DIOS EL PADRE. ¡¡ GLORIA , AMÉN !!

Comments are closed.