En estos inicios del tercer milenio, gracias a la cultura imperante, hay quienes tienen la tentación de entender y vivir la fe cristiana de manera intimista: encontrarme con Dios para estar bien “yo”. O, en todo caso, para que esté bien “mi” familia. Esto tiene mucho de verdad. El encuentro con Jesús y la transformación interior que el Espíritu Santo produce en nosotros cuando nos animamos a hacer vivencias de la Palabra, no se puede comparar a nada de este mundo. Hay quienes quieren calmar sus ansias interiores con la música fuerte, las drogas, el alcohol o el sexo desenfrenado. Llegan a instantes de vértigos sublimes. Pero, pasado el momento, la sensación de soledad y vacío es tan intensa como los instantes anteriores. No hay vuelta que darle: sólo Dios Padre nos da el gozo permanente sin destruirnos como personas con las consecuencias que el “gozo de este mundo” provoca en nosotros. Es tan cierto hoy lo que hace mil seiscientos años escribió Agustín de Hipona: “nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón anda inquieto hasta que no descansa en ti”.

El cristiano es quien ha hallado la fuente de la felicidad y la vida eterna en Jesús. Y vive ese gozo de estar habitado por Dios (lo que le decimos Gracia). Pero no debe caer en la tentación de vivir esta vida de fe solamente para sí mismo. Si así lo hace, no entendió a Jesús y la vida que El nos trae.

En el Sermón del Monte, Jesús, luego de hablarnos del camino de la felicidad nos enseña a contagiarlo a los demás. Tiene dos ejemplos sencillos, de la vida cotidiana. Por un lado la sal. Destinada a dar sabor (de eternidad) a quienes entran en contacto con ella. El Maestro se pregunta que pasará con la sal que pierde su sabor: sólo sirve para ser desechada. La sal que no sala e como la luz que no ilumina: completamente inútil.

Quienes no creen (aunque a veces se presenten como católicos) y toman la palabra frente a la sociedad nos exigen que no vivamos las enseñanzas de Jesús más allá de nuestras oraciones personales. “La fe en la capilla, porque en la vida, en la política, en el sexo, en la economía… ¡hay que ser realistas!” dicen… aunque con otras palabras. Y es tanta la presión que recibimos de la cultura dominante, a través de los medios de comunicación, que muchas veces caemos en la tentación de pensar que es así. Y opacamos nuestra fe y no nos animamos a realizar nuestras vidas en el camino de Jesús y proponerlo a los demás.

“Ustedes son la luz del mundo… Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. Toda una invitación de Jesús para dejar a un lado el intimismo (tentación personal) o el capillismo (tentación cultural), para animarnos a vivir nuestra fe en lo cotidiano, en nuestros criterios de conducta. Sin imponer nada a nadie, pero sin dejar de proponer aquello que creemos que es la verdad.

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