El martes 8 de marzo nos hemos alegrado con el día internacional de la mujer. Una ocasión para celebrar y meditar sobre el papel que a la mitad de la humanidad le corresponde en el mundo de hoy.
El siglo pasado nos trajo una corriente de aire fresco sobre el rol de la mujer en el mundo y en la iglesia. Pero, por desgracia, muchas veces se exageró demasiado deformando el rostro femenino del universo.
Por un lado, una tendencia subraya la condición de subordinación de la mujer hacia el hombre. La idea es despertar una actitud de contestación. El resultado es una rivalidad de los sexos, en la que la identidad y el rol de uno es asumido en desventaja del otro.
Una segunda tendencia emerge como consecuencia de la primera. Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. Al obscurecerse de la diferencia de los sexos se producen enormes consecuencias de diverso orden. Esto ha inspirado ideologías que promueven el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa.
Ante estas corrientes de pensamiento, la Iglesia, iluminada por la fe en Jesucristo, habla en cambio de colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma. Creados a imagen y semejanza de Dios, varón y mujer, el ser humano se realiza en el amor, es decir, en el compartir los propios dones en el servicio del otro.
Desde aquí surge el “genio femenino”, los valores fundamentales que están unidas a su vida concreta.
El primero es su capacidad de “acogida del otro”. La mujer siente en lo profundo de su corazón que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección.
Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas -y la historia pasada y presente es testigo de ello- posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana.
Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. La vocación cristiana a la virginidad tiene al respecto gran importancia. Ésta contradice toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física.
En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro.
Pero esta semana nos sorprende otra noticia que tiene, indirectamente, como protagonista a la mujer. El Senado de la Nación, a pedido del poder ejecutivo nacional, aprobó el tratamiento preferente del proyecto para la semana próxima sobre la aprobación del protocolo facultativo de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer emitido por la ONU.
Lo que despierta la polémica es la existencia de un comité de la CEDAW (según las siglas en inglés), integrado por 23 países y con poder de policía internacional, el cual recientemente se ha pronunciado en favor del “aborto seguro”, recomendando la despenalización y legalización de esa práctica.
Ese tristemente famoso Comité se expidió recomendando a Burundi, Paraguay, Etiopía, Azerbaiján, Croacia y Panamá legalizar el aborto; a Chile legalizar el aborto terapéutico; a Irlanda, criticando la influencia de la Iglesia Católica en las políticas públicas; a Italia, criticando que la legislación de ese país permitiera, en la realización de abortos, a los médicos la objeción de conciencia por motivos religiosos; a Bielorrusia, por establecer el Día de la Madre, ya que el ser madre el Comité lo considera un estereotipo negativo para las mujeres; a Libia, le recomendaron, reinterpretar el Corán, para permitir el aborto; a Kigistán, legalizar el lesbianismo; a China, legalizar la prostitución, cuando la Convención expresamente es contraria a ella…
En este contexto nos hablaron nuestros pastores, diciendo:
“Los Obispos de la Región Pastoral Litoral manifestamos una vez más nuestro inclaudicable compromiso en favor de la vida, desde el primer instante de su concepción hasta su fin natural.
La Conferencia Episcopal Argentina ha expresado en reiteradas oportunidades este compromiso pero nos vemos urgidos a reiterarlo ante declaraciones públicas de quienes parecieran ignorar derechos humanos básicos, ratificados por nuestra Constitución Nacional, olvidando también el cuidado y el aprecio de la vida naciente tan caro a los sentimientos de la inmensa mayoría del pueblo, con independencia de su concepción religiosa.
La postura humana ante el crimen del aborto no es sólo cuestión de credos, sino especialmente de una auténtica concepción de la persona que se funda en la verdad de su dignidad y su inalienable derecho a la vida, tal como lo percibe un sano sentido común.
Nada ni nadie puede impedir la justa defensa de la vida cuando es amenazada.”
Semana contradictoria. Por un lado se celebra a la mujer y, por el otro, en nombre de los supuestos derechos de la mujer, se quiere destruir la vida que mujeres llevan en su seno. Mundo loco el nuestro, ¿no?