Cuando uno lee los diarios y se entera de tantas cosas que ocurren en la provincia, en el país y en el mundo, corre el riesgo de caer en el desaliento. Tantos hechos calamitosos, tanta falta de honradez, tanto desprecio a la vida… tantas, tantas, tantas cosas. Uno siente que puede hacer tan poco. O, más bien, siente que no puede hacer nada. El desaliento entra en nuestras vidas. Y de su mano su mejor amigo: el despreocuparse por el bien común, por todo lo que les pasa a los demás. El encerrarse en los propios problemas y en las soluciones que más nos benefician para crecer en el propio bienestar.
Hoy, en todas las Iglesias del mundo, se leyó un pasaje del Evangelio de Mateo en el cual los apóstoles enfrentan un drama que los supera. Demasiado. Más de cinco mil personas escucharon durante todo el día a Jesús. El lugar donde están es desértico. Se acerca la noche. No hay alimentos para que repongan las fuerzas. Entonces los discípulos le piden a Jesús que despida a la gente para que vayan a su casa, o a los poblados vecinos, a conseguir su propia comida.
La respuesta del Maestro los deja atónitos: “Denles ustedes de comer”.
¿Cómo hacerlo si solamente tenemos cinco panes y dos pescados? Para nosotros es imposible. Es demasiado poco para tanta gente. Apenas nos alcanza para nuestra propia cena. Jesús, tomando el pan lo fue partiendo de tal manera que, no solamente comieron todos los presentes, sino que sobraron doce canastas luego de que todos quedaran satisfechos. A este milagro Jesús lo podría haber realizado con su sola palabra. De esa manera curó a muchos enfermos y resucitó muertos. Sin embargo, quiso contar con la disponibilidad de los apóstoles. Estos le regalaron lo poco que tenían: apenas dos pescados y cinco panes.
Que interesante, ¿no? El milagro fue posible porque los apóstoles se animaron a compartir lo poco que tenían. Más aún, se animaron a compartir todo lo que tenían, aunque fuera poco e insignificante. Pero fue desde esta entrega que el milagro fue posible.
En nuestro mundo loco hay tantas cosas malas que cambiar, tantas cosas que rehacer, que nos desalentamos porque no podemos hacerlo. Y es cierto. No podemos cambiar todo el mundo. Pero si podemos hacer pequeñas cosas, todos los días. Cosas que están a nuestro alcance, en nuestros círculos de influencia. En mi familia, en mi trabajo, en mi barrio, en mi parroquia, en mi club. Pequeñas palabras, pequeños gestos, pequeñas actitudes… para transformar mi pequeño mundo. Si nos convencemos de esto, a la larga las leyes serán respetadas, todos los dirigentes serán honestos, el mundo sería distinto.
Y esto no es una ilusión. Miremos a nuestro alrededor y comprobaremos que todo se va haciendo con pequeños actos cotidianos. Tomemos un solo ejemplo: un bebé crece sano y fuerte, no porque come veinte kilos de comida de una sola vez, sino porque le dan de mamar cada tres horas. Poquito, pero constante.
Hay una sola condición para que el mundo sea distinto: abandonar la excusa de que no hacemos las cosas bien porque “todos hacen lo mismo” y animarnos a transformar el ambiente con los pequeños actos cotidianos, bien hechos y con mucha constancia.