Hay semanas en las cuales elegir un tema para reflexionar es un suplicio. Ya sea porque no pasan cosas de interés o, todo lo contrario, uno no sabe que elegir. Y esta es una de esas últimas.
Primero y fundamental, estamos todavía supurando la amargura que nos dejó la eliminación que sufrimos en el mundial. Nuestro corazoncito celeste y blanco se había ilusionado, no precisamente como consecuencia del exitismo tan natural en estas tierras. Al contrario. Éramos espectadores de un equipo que regalaba buen fútbol. Por eso los cinco penales, que en Italia nos funcionaran tan bien, ahora nos dejan afuera. Una pregunta, ¿Qué nos deja este mundial? Una selección argentina que no se basó en figuras exitosas sino en el aceitado funcionamiento de un equipo. Es lo que debemos rescatar como modelo social. Cada día tenemos que recordar la lección de Pekerman: se hacen bien las cosas, se hace historia, solamente cuando todos nos sentimos parte de algo grande. Tal vez esta selección es la respuesta a aquello “inédito” que nos pedían nuestros obispos en la crisis del 2001.
Terminado el mundial, recordamos la frese del filósofo: “Argentinos…¡a las cosas!” Y en estas “cosas cotidianas” hay algunas que no debemos dejar pasar de largo por su valor simbólico o por su incidencia en un futuro drástico.
Ya terminando la semana nos sale al encuentro la noticia del niño agredido por un compañero. Más allá de que se pueda tratar de un juego de niños de siete años con un final trágico. Mas allá de esto, nos encontramos con un síntoma de nuestra sociedad. Niños que hacen de la agresión una manera de diversión. Pero no sólo eso. También niños que son agredidos por sus padres, ya sea de manera física o psicológicas al abandonarlos a su suerte cuando se “encauza la propia vida” en la formación de nuevas parejas, en las cuales ellos no tienen cabida. También hoy tenemos que hablar de padres agredidos por sus hijos, niños o adolescentes. Y no sólo padres. Cuántos maestros y profesores heridos, estresados y enfermos por padecer la violencia de parte de sus alumnos y la incomprensión agresiva de los padres. Todo un panorama que no se arregla cambiando la Ley Federal de Educación. Todo un panorama que se va a solucionar cuando nos detengamos y pensemos en el mundo que construimos, en los valores que regalamos a las futuras generaciones.
Y por último, algo que no es un dato menor. En el medio de la fiebre mundialista, la Cámara de Diputados de la Nación aprueba un proyecto de ley que propone la legalización de la ligadura de trompas y la vasectomía. Se lo presenta como un triunfo de la dignidad de la mujer y otro método más en la planificación de la natalidad. Podemos decir muchas cosas sobre este tema. Pero solamente una es la duda que asalta mi alma. En un país altamente despoblado como el nuestro, ¿por qué se promociona de manera tan exagerada la baja tasa de nacimientos? Hay muchas respuestas, pero la que suena más inquietantes es que hay una preocupación por el número no de hombres sino de pobres en el planeta. A esta preocupación la tienen los sectores económicamente más poderosos. La solución que idearon es sencilla. No repartir la riqueza entre todos como espontáneamente se nos ocurriría a nosotros. No, mucha más sencilla y demoníaca. Para que haya menos pobres, evitemos que los pobres se reproduzcan. Así habrá menos bocas que alimentar y un mayor estándar de vida para todos… los que viven en el primer mundo, por supuesto. Lo más triste es que esta parece ser la opción conciente de los poderosos y la opción inconsciente de quienes se dicen progresistas y defensores de los pobres. Así estamos y así vamos a quedar.
El mundial se nos terminó y el filósofo, como hace cien años atrás, nos vuelve a decir: “Argentinos…¡a las cosas!”

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