Continuando con otra conclusión al ejemplo de la entrada de ayer (el que no llora no mama), me parece interesantísimo el artículo "El autoritarismo de los hijos" que Miguel Espeche publica en La Nación Digital de hoy. Vale la pena leerlo. Les comparto este trozo:
Cuando un chico busca límites, lo hace porque a través de ese límite encuentra al "otro" y se siente menos solo. Cuando ese "otro", al desertar de su función, se esconde, el chico eleva la apuesta para encontrar "eso" que está más allá de él, a fin de salir de esa soledad abismal que padecen muchos de los chicos llamados "caprichosos".
La autoridad de los padres se puede mejorar, pero no abolir. Tiene rostros tiernos y rostros ásperos. Tiene su versión femenina, más empática y nutricia, y su versión masculina, más legislativa y marcada. Sus dimensiones son muchas, pero todas ellas dan cuenta de la diferencia entre los adultos y los chicos, diferencia que indica que los padres saben más de la vida que sus hijos y que, en función de ese saber, marcan la cancha de los mismos "suficientemente bien" como para que el partido sea jugado en plenitud.
El resto lo leen directamente desde este link. Vale la pena.
El problema está cuando no se encuentra quién ponga límite. Lamentablemente vemos en la sociedad algunos padres con autoridad cero, permitivos, accesibles a todo capricho o berrinche del niño, gratificados porque sus hijos manejan situaciones de adultos (habituar ciber hasta altas horas de la noche, desplazarse en remis o colectivos totalmente solos, manejar vehículos, contestar a sus mayores,etc.), y cuando dichos padres se acuerdan de intentar imponer límite alguno porque su adolescencia los abruma, es tarde.