La vida de los hijos de Dios es un camino constante hacia la santidad. Es un tránsito que lo hacemos desde nuestra libertad, porque somos humanos. Pero es imposible sin el auxilio de la Gracia Divina. El Don (Espíritu Santo) viene en nuestra ayuda para darnos lo que necesitamos para ser plenos, ser buenos, ser santos.

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Pero el Don también se puede derramar de otra manera. Es decir, es el mismo Don pero no viene a enriiquecerme a mí sino a utilizarme como canal para que otros crezcan en la santidad. A esta especial presencia divina le decimos carisma.

No es un privilegio de unos pocos. Es un regalo que el Santo Espíritu de Dios quiere hacer, y hace, a todos los miembros del Pueblo de Dios, como reflexionaramos hace algún tiempo atrás en este artículo. Es la maravilla de un Dios que nos asocia a su obra y nos capacita para que la llevemos adelante.

Los carismas suponen la disponibilidad interior para recibirlos y la confianza para ejercerlos. El Espíritu, que es quién conduce la historia humana de manera misteriosa, sabe lo que cada época necesita y por eso suscita personas que puedan ayudar a otras a crecer en el bien, en la plenitud.

Los carismas nos pueden marear y pensar que somos nosotros los que ahcemos la obra. O, peor, nos las podemos creer de iluminados y actuar como si tuvieramos un carisma... que es inexistente. Por eso es importante la presencia de la iglesia para discernir los carismas. Y la docilidad de los cristianos frente a dicho discernimiento.

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