En estos días he tratado de explicar la resurrección diciendo que es el “paso” de la “dimensión humana” a la “dimensión divina” de Jesús. Son conceptos imprecisos, que cualquier estudiante de teología destruiría con argumentos muy simples. Pero en una tarea de difusión para la comprensión elemental del Evangelio, como es el que tengo que realizar en la actividad cotidiana de mi pastoral concreta, es algo que ayuda a intuir, por parte del oyente, este misterio.

En la contemplación, que he hecho en este retiro, sobre la resurrección de Jesús he podido yo intuir lo que significa este paso de la dimensión humana a la divina de este hombre que yacía en el sepulcro. Es en verdad una “re-dimensión” de toda su existencia terrenal.

Yacía ahí. Muerto. Sus heridas ya no dolían porque el cerebro había dejado de funcionar. Sus manos perforadas ya no derramaban sangre porque su corazón había dejado de latir. Inerte. En cierto modo, la nada se había apoderado de su cuerpo y, lentamente, estaba generando su poder corrosivo y destructor. Frío. Inmóvil. Abandonado por todos. La helada muerte se había enseñoreado de su existencia. La humanidad había alcanzado el tope y no había nada más que hacer. Nada ya era posible porque, simplemente, estaba muerto.

Entonces, en la soledad de la muerte el frío sepulcro se transforma en el útero de la nueva humanidad. El Espíritu Santo, como amor maternal divino que lo engendra todo, comienza a aletear sobre el caos y la confusión (Gen 1,2). Y la Mamá Ruah procede a “re-vitalizar” el cuerpo inerte. Pero no vuelve a la vida al muerto. No. Lo “re-dimensiona”: lo hace entrar a la “dimensión” de lo divino. Y el hombre Jesús con el Hijo, por la redimensión generada por el Espíritu Santo, se encuentra con el Padre. Y el misterio de la “perijoresis” divina estalla con el gozo del encuentro definitivo. Y el hijo de hombre entra en esa intimidad, y es abrazado en el amor maternal de quién le dio vida y el amor misericordioso de quién organizó el plan para incluirlo en la intimidad. Y el hombre entra en el Templo… y se suma a la danza.

En estas semanas me había impactado este trozo de un himno de Vísperas:

“Y, en tu triunfo, llevaste nuestra carne
reconciliada con tu Padre eterno;
y, desde arriba, vienes a llevarnos
a la danza festiva de tu cielo”.

Meditando sobre la resurrección mi cuerpo y mi alma danzaron espiritualmente al unirme al eterno intercambio de vida y amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A esta intimidad trinitaria se le dice técnicamente “perijoresis” y poéticamente “danza festiva de tu cielo”.

Y Jesús resucitado entró. Y nuestra humanidad ya está allí. Y en Él nosotros tenemos esperanza de la alegría de la fiesta total. La “re-dimensión” del cuerpo de Jesús nos abre la puerta y nos da la tarjeta de invitación a esta “danza festiva del cielo”.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

3 Comments

  1. mi comentario referente a la resurrección de nuestro señor:
    yo siento que también asi como paso en la transfiguración nuestro señor todo resplandeciente su Divinidad lo cubria a lo humano y era tal cual es, Divino. y ahora en la resurrección paso algo parecido , el vencer la muerte es esa transfiguración, de lo humano a lo divino, ahora es tal cual es, Divino. y vence la muerte , recobrando asi toda su divinidad y Dios le corona con todo lo que le corresponde y dandole el nombre sobre todo nombre, y ante su nombre toda rodilla se dobla......
    A.