El capítulo 2 de la Lumen Gentium, con su número 17, concluye afirmando cuál es la identidad más profunda de la Iglesia, su última razón de ser. La tarea encomendada por Dios es la de anunciar la Buena Noticia a todos los hombres de todos los tiempos. Es lo que denominamos como “Misión”. El Concilio se detendrá luego sobre este aspecto, y lo desarrollará más ampliamente, a través del decreto “Ad Gentes” (que trataremos en detalle más adelante). Ahora leamos juntos lo que dice el número citado.

El primer párrafo es para situar la Misión de la Iglesia en el marco más grande del la Misión del Hijo, enviado por el Padre, y del Espíritu Santo enviado por las otras dos personas de la Santísima Trinidad. No se trata, entonces, de una tarea social o política. Es profundamente espiritual: nace del Misterio de Dios para que nos sumerjamos en su Comunión Eterna:

 Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).

Hay una tarea, la del anuncio, junto con una promesa que nos llena de esperanza y fortaleza: Él estará obrando con nosotros y en nosotros. Por eso la Iglesia se siente en la obligación de responder generosamente al llamado divino:

 Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso hace suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9,16), y sigue incesantemente enviando evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez, continúen la obra evangelizadora.

El Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo.

La palabra co-operación recuerda nuestras fuerzas unidas a la Fuerza que viene de lo alto. La Misión, así, tiene un triple agente que la lleva adelante.

1. Es obra de Dios que ofrece la salvación a todo el género humano.

2. Es obra de la Iglesia que ofrece con su servicio (ministerio) el don de la salvación que posee como un tesoro (recordemos lo que dijimos en otro artículo sobre aquello de que “fuera de la Iglesia no hay salvación").

3. Es obra de personas concretas que colaboran aceptando libremente la salvación para sus vidas y compartiéndola con los demás.

Esta acción de la Iglesia tiene elementos concretos:

 Predicando el Evangelio, la Iglesia atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud.

Luego del Concilio algunos pensaron que la Iglesia debía dedicarse a dialogar con el mundo, evitando toda actividad misionera. Incluso se la llegó a considerar una mera actividad de proselitismo (aquí explico lo que significa este término). Con la excusa de respetar las culturas de los hombres se llegó hasta el punto de centrar toda la actividad eclesial en la promoción humana. Es evidente que no se entendió en plenitud el párrafo anterior. Ni tampoco el siguiente, en el cual se da el criterio correcto para evangelizar a los pueblos, respetando sus culturas en lo que tienen de válido y llevando a plenitud lo que tienen de precario o limitado.

 Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre.

En cuanto a quién le toca llevar adelante la Misión, acorde a todo lo que se dijo en el capítulo II, se afirma:

 La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo según su propia posibilidad.

Claro que será de distinta manera si es un laico o un consagrado. Destaca, eso sí, la originalidad de la tarea dl sacerdocio ministerial:

 Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin embargo, propio del sacerdote el llevar a su complimiento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «desde la salida del sol hasta su ocaso, mi Nombre es grande entre las naciones y en todo lugar se presenta a mi Nombre un sacrificio de incienso y una ofrenda pura» (Ml 1, 11).

Lo que dijimos acerca de la catolicidad es lo que alienta el último párrafo:

 Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria.

Todo esto lo desarrollaremos más ampliamente en nuestro programa Concilium de esta noche, por FM Corazón de Paraná (104.1).

 

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