Como punto de partida para el dialogo evangelizador, los Padres Obispos Conciliares hacen una mirada a las características concretas de la realidad que se vive hoy, es decir, al mundo moderno. Se consideran con el “deber” de “escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio” (GS 4). Es una mirada histórica situada, es decir algo que se realizó hace casi cincuenta años. Pero que contiene muchas descripciones, algunas en sus raíces, de la realidad actual. Por eso vamos a detenernos a recordar sus planteos.

Un cambio de época

Si hay que buscar una palabra que sintetice la Exposición Preliminar de la Gaudium et Spes esa podría ser: “cambio”. Aparecen tres referencias concretas en el documento.

La primera constatación es que estos nacen desde el mismo corazón del hombre: si inteligencia que le permite crecer a lo largo de los tiempos.

“El género humano se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador; pero recaen luego sobre el hombre, sobre sus juicios y deseos individuales y colectivos, sobre sus modos de pensar y sobre su comportamiento para con las realidades y los hombres con quienes convive. Tan es así esto, que se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también en la vida religiosa.” (4)

La cultura eminentemente urbana y el partir detrás de nuevos horizontes hacen que pierda fundamentos la “tradicional manera de ser”.

“Son cada día más profundos los cambios que experimentan las comunidades locales tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos, y las mismas relaciones de la convivencia social.
El tipo de sociedad industrial se extiende paulatinamente, llevando a algunos países a una economía de opulencia y transformando profundamente concepciones y condiciones milenarias de la vida social. La civilización urbana tiende a un predominio análogo por el aumento de las ciudades y de su población y por la tendencia a la urbanización, que se extiende a las zonas rurales.
Nuevos y mejores medios de comunicación social contribuyen al conocimiento de los hechos y a difundir con rapidez y expansión máximas los modos de pensar y de sentir, provocando con ello muchas repercusiones simultáneas.
Y no debe subestimarse el que tantos hombres, obligados a emigrar por varios motivos, cambien su manera de vida.
De esta manera, las relaciones humanas se multiplican sin cesar y el mismo tiempo la propia socialización crea nuevas relaciones, sin que ello promueva siempre, sin embargo, el adecuado proceso de maduración de la persona y las relaciones auténticamente personales (personalización).” (6)

Estos cambios tienen consecuencias en la cultura. Lo “dado previamente” nos ayuda a tener fundamentos sólidos en el vivir cotidiano. Pero este cúmulo de certezas, “cultivadas” en el andar de los siglos, se ponen en tela de juicio.

“El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. (…) Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. De ahí una grave perturbación en el comportamiento y aun en las mismas normas reguladoras de éste. Las nuevas condiciones ejercen influjo también sobre la vida religiosa.” (7)

A comienzos del nuevo milenio cristiano los obispos Argentinos partían de esto y nos decían que no se podía ver con claridad dónde termina el cambio que estamos viviendo. Es en un documento (desgraciadamente muy pronto olvidado pero muy rico en contenido evangelizador) denominado “Jesucristo, Señor de la historia”. Allí reflexionaban:

“El comienzo del año 2000 encuentra a la humanidad en un momento muy significativo. Algunas décadas atrás la Iglesia hablaba del amanecer de una nueva época de la historia humana caracterizada, sobre todo, por profundas transformaciones. Pero ese amanecer no ha concluido. Más aún, aquellas situaciones nuevas se han vuelto más complejas todavía. Por eso podemos percibir qué es lo que termina, pero no descubrimos con la misma claridad aquello que está comenzando. Frente a esta novedad se entrecruzan la perplejidad y la fascinación, la desorientación y el deseo de futuro.”(3)

Es evidente que no son simples cambios dentro de lo que le podríamos decir “moda de la época” sino que nos encontramos frente a un “cambio de época” (NMA 24) al estilo del cambio de la edad media a la moderna (por poner un ejemplo) que nos interpela a nuevas respuestas evangelizadoras.

Los desequilibrios del mundo actual

Propio del momento en el cual se redactó (años ’60 del siglo pasado), este documento tiene un tomo marcadamente optimista. Sin embargo el realismo cristiano lo hace ver los desequilibrios que se presentan en la realidad, lo cual quita toda ingenuidad en la mirada de los signos de los tiempos.
Como fruto de una rápida evolución se producen una serie de desórdenes. Así se los resume:

“Surgen muchas veces en el propio hombre el desequilibrio entre la inteligencia práctica moderna y una forma de conocimiento teórico que no llega a dominar y ordenar la suma de sus conocimientos en síntesis satisfactoria.
Brota también el desequilibrio entre el afán por la eficacia práctica y las exigencias de la conciencia moral,
y no pocas veces entre las condiciones de la vida colectiva y a las exigencias de un pensamiento personal y de la misma contemplación.
Surge, finalmente, el desequilibrio entre la especialización profesional y la visión general de las cosas.
Aparecen discrepancias en la familia, debidas ya al peso de las condiciones demográficas, económicas y sociales, ya a los conflictos que surgen entre las generaciones que se van sucediendo, ya a las nuevas relaciones sociales entre los dos sexos.
Nacen también grandes discrepancias raciales y sociales de todo género. Discrepancias entre los países ricos, los menos ricos y los pobres. Discrepancias, por último, entre las instituciones internacionales, nacidas de la aspiración de los pueblos a la paz, y las ambiciones puestas al servicio de la expansión de la propia ideología o los egoísmos colectivos existentes en las naciones y en otras entidades sociales.
Todo ello alimenta la mutua desconfianza y la hostilidad, los conflictos y las desgracias, de los que el hombre es, a la vez, causa y víctima.” (8)

Este es el desafío que supone un dialogo que ilumine estas realidades.

Las preguntas de siempre

Parece que todo cambia y lo de siempre deja de ser valorado. Pero, afirman los Padres obispos Conciliares, en medio de este mar inquieto hay interrogantes del corazón que siempre permanecen.

“¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?” (10)

Y frente a todo esto, la única y fundamental respuesta que podemos aportar:

“Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época.” (10)

Esto y un poco más…

Esta noche en mi programa de rado Concilium. Lo pueden escuchar por la FM Corazón (104.1 de Paraná). Todos los escritos de esta serie (en su tercer año de emisión) están alojados en la pestaña Concilium.

 

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