Los cristianos hacemos fiestas para recordar cada año verdades que son fundamentales a nuestra fe. El recordar hace que la memoria valore lo que es verdaderamente importante. De esta manera, la fiesta es un instrumento para que la vida no pierda su sentido más profundo.

Esta semana celebramos dos fiestas que nos hablan de nuestro destino, de lo corto que es el paso por este mundo, pero, a la vez, de la trascendencia de nuestra existencia. Los cristianos sabemos quienes somos porque sabemos hacia dónde vamos. Hemos salido del amor eterno de Dios y nuestro destino es compartir con el la eternidad. La muerte no es el fin, sólo es pasar la puerta hacia lo verdadero, lo que perdura, lo pleno.

Celebrar a todos los santos es, para nosotros, hacer patente la certeza de que estamos llamados a la eternidad. Es recordar que otros, antes que nosotros, pasaron por este “valle de lágrimas”. Es recordar que no es indiferente la manera como se vive cuando se da el paso hacia la eternidad. Los santos nos hablan de la seriedad de la vida y el amor de un Dios que se toma en serio nuestra libertad.

Celebrar a los difuntos es recordar que, quien no fue totalmente honrado, honesto, solidario, veraz… en esta vida, por el misterio de la misericordia de Dios y la intercesión de la Iglesia, todavía puede tener la oportunidad de purgar sus culpas antes de entrar a la plenitud de la vida.

Estas fiestas nos recuerdan el dramatismo de la muerte. Pero la miramos con la esperanza propia de los cristianos. Por eso la celebramos.

Nuestra cultura, que cada vez más pierde su matriz católica, busca fiestas que le den sentido al cotidiano vivir. Dentro de estos varios inventos se encuentra algo que, lentamente, va entrando entre nosotros. Es la fiesta del Halloween, o el día de las brujas. Máscaras, golosinas y bailes disfrazan algo que en su comienzo fue pagano, con una pizca de satánico. Pero esto no es nada. El disfraz más grande que se pone, es el disimular la presencia dramática de la muerte en nuestra vida. Ya la sacamos de nuestras casas al construirnos salas de velatorios. Ya disimulamos su presencia constante, al tapialar los cementerios que quedaron dentro de las ciudades, o parquizarlos para que su visita sólo nos produzca paz. Ahora, de la mano de los genios marketineros que desean llenar sus arcas con nuestras ingenuidades, estamos camino a dejar de rememorar la muerte que nos da vida eterna. Con el tiempo, seguramente pasará con estas fechas lo mismo que en navidad, donde entre pan dulce, sidra y Papá Noel nadie recuerda que es la fiesta del Hijo de Dios que se hace hombre, Jesús de Nazareth.

Honrar la vida es honrar a nuestros muertos. Celebrar la muerte es para sabernos herederos de la vida eterna.

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